Hay fechas que me molestan demasiado, las fiestas, carnaval, mi cumpleaños y… San Valentín. Siempre me negué a festejarlo porque jamás consideré que estaba lo suficientemente enamorada de la persona en esos febreros del pasado.
Pero, como sucede con casi todo, unos años los festejé con un novio, tal vez mi mejor novio. Ese que, a pesar de mi negativa, preparaba una cena especial, encendía unas velas y con una copa de champagne brindábamos por el amor eterno.
Después, con el tiempo, como toda persona con relaciones ocasionales le huía a esas invitaciones inentendibles. Pero si no éramos nada más que algo ocasional ¿qué teníamos que hacer celebrando el día de los enamorados?
Un año conocí a una persona con la que veníamos hablando hacía mucho y -de casualidad- quedamos en encontrarnos el 14 de febrero para conocernos y tomar algo. Obviamente que yo, que vivo despistada, no sabía qué día era. Lo cierto es que no podíamos conseguir una mesa, algo que no era frecuente. Cuando finalmente nos sentamos en un pub, me vi rodeada de parejas abrazadas y ramos de flores por todos lados. Incluso nos regalaron una rosa cuando logramos sentarnos. A esa altura ya me había dado cuenta de qué día era. Mientras mi mirada estaba petrificada en ese panorama, escuchaba a mi compañero de “mala suerte en el amor” recitándome su curriculum y haciendo preguntas como: qué me gustaba hacer cuando no estaba trabajando. Siempre me pregunté si sabría que ese día era San Valentín.
Su curriculum era perfecto para una empresa electromecánica pero no para conquistar a una mujer que estaba muy lejos de querer ser conquistada. Y menos en una fecha patria para el amor.
Me quise ir casi al instante pero me di cuenta de mi crueldad y decidí acompañarlo y preguntarle más anécdotas de su trabajo. Mientras, yo podía escuchar las conversaciones de los enamorados que nos rodeaban. Por momentos pensaba qué tanto sentían por la persona que tenían a su lado y que abrazaban como si alguien pudiera llevársela del lugar. Y yo, que no suelo rememorar el pasado, volvía indefectiblemente a esas cenas con velas que de golpe extrañaba más de lo que siempre pensé. Porque San Valentín tiene mucho de eso, te transporta a otra vida en la que valía la pena un brindis por el amor, por la pasión o hasta por el sexo.
A partir de ese momento cada noche de San Valentín salí con esos amores de un par de noches que deambulaban por la vida sin conocer, justamente, el amor. En cierta manera, nada podía reprocharles porque era tal cual como yo lo hacía. Ya sin velas, con unos vinos y tirados en una cama celebrábamos eso que no nos iba a suceder nunca -al menos entre nosotros-. ¿Quién dijo que el sexo no debe ser celebrado? ¿Es necesaria la previa o mejor dicho esa previa mentirosa donde se prometen el amor eterno; ese mismo que no existe? Cuántos de ellos al día siguiente estarán con otra persona en una cama, ya sin cena romántica, ni velas, ni champagne. Y en el fondo no está mal porque el amor tiene todo esos matices que lo hacen tan imperfecto, como debe ser.
No festejemos el amor, celebremos esas relaciones que por un rato nos llenan de alegría y nos permiten ser nosotros mismos, porque sabemos claramente que ya no habrá otro 14 de febrero junto a ellos.
Por eso, para los que no tenemos pareja, tambien existe nuestro propio San Valentín. Y puedo asegurar que este es mucho más real que el que buscan aparentar esas “parejas felices”.