El poeta que no conoció el cielo
Muchas veces, encontramos en cuentos, poesías o narraciones de escritores ya muertos su alma más viva que nunca. Más allá de su ausencia, su presencia está en cada verso y cada línea. Y si bien conocemos muchos autores que hoy por hoy ya no están. ¿Alguna vez tuviste la posibilidad de leer algo escrito por una momia? Sí, por una momia. Este es el caso de Matías Behety, una momia poeta o más bien, un poeta momificado.
Tal vez, la fama que tiene, no era la que imaginaban sus padres Félix Behety y María Chapital aquel 18 de mayo de 1849, cuando vieron el rostro de su hijo por primera vez.
La infancia de Matías Behety fue muy particular, criado en Uruguay hasta los 11 años, no le gustaba jugar con niños de su misma edad y prefería ser amigo de los libros y los versos antes que de un rostro humano.
A los 12 años se va con su familia a vivir a Buenos Aires donde, quizás, comienza a sentir una adolescencia más próxima a la vida que quería llevar de adulto.
Ya siendo adolescente comienza a trabajar en un diario, haciendo lo que amaba: Redactar. Esto llevó a que el gran Padre de la Escuela, Domingo Faustino Sarmiento quisiera conocerlo, ya que, tenía un grado de escritura muy bueno.
Si bien, realizó sus estudios primarios y secundarios, e inició la carrera de abogacía, no logró culminar ésta debido a cuestiones familiares y personales. Es en relación con estas cuestiones que, cuando Matías tenía 25 años comienza a ver a su familia cada vez menos hasta alejarse de ellos por completo, en ese momento su vida toma un rol distinto. Matías se encontraba en pareja con una muchacha a la cual él la describe como angelical, realmente bella. Todo parecía marchar bien hasta que un día la joven muere y derrumba por completo la existencia de Behety, llevándolo así, a alejarse lentamente de la escritura. Pero antes de abandonar las letras le escribió un poema a su novia ya muerta, llamado “María”.
Hacia tu hogar encaminé mi paso
Y me detuve trémulo en su puerta!
El sol se sepultaba en el ocaso,
Y al abrazarme me dijiste: ¡muerta!
La sombra me inundó. El alma entera
En un sollozo se agotó doliente,
Al mirar esa hermosa primavera
Desmayada en el rayo de su oriente.
¡Muerta!, exclamé, y respondiste: ¡muerta!
Delante su ataúd caí postrado…
Cerré los ojos y la vi despierta,
Su angelical semblante iluminado!
Me hablaba, y sonriendo enternecida,
Envuelta en nubes de flotantes velos,
¡Ah! no lloréis, me dijo, mi partida:
Yo era la desposada de los cielos!
